Nunca supo por qué le había tocado en
gracia ser lo que era. Ni por qué en su mismo ser estaba escrito el
trabajo que desempeñaría por los siglos de los siglos. Lo único de
lo que estaba convencido era de que en sus primeros días, en los que
seguía a sus predecesores, aprendiendo a no emocionarse con las
miradas tristes ni los momentos inolvidables, no comprendía la
importancia de su labor.
Ya adulto, se dejaba guiar por el
viento. En los años de la Gran Guerra había escuchado a lo lejos un
estruendo terrible. En el momento en que la brisa lo condujo hasta
los que quedaban en pie, ningún ruido acompañó a esas almas
heridas. Un mar carmesí en el suelo y las miradas perdidas de los
supervivientes como única compañía antes de seguir con su camino.
La desolación era parte del trabajo,
pero tenía en su corazón preferencias. La mejor era el momento que
precede al enamoramiento, ese instante exacto en que dos seres
contienen la respiración y se miran, con la incerteza de lo que está
por venir y con una carga de profundidad de esperanza como
protagonistas de sus vidas.
Y el viento como guía, siempre. Cuando
sopesa los pros y los contras de su trabajo, el Silencio siempre
valora por encima de todo la libertad, la movilidad. Siempre hay un
pacto tácito, un momento íntimo, siempre pasa un ángel u ocurre
una desgracia en algún punto del mundo. Por mucho que le intrigue la
conversación, tal vez la lógica humana, dejarse llevar por los
impulsos de la atmósfera es una sensación de libertad que da
sentido a su existencia, por los siglos de los siglos.
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