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miércoles, 14 de junio de 2017

A merced del viento

Nunca supo por qué le había tocado en gracia ser lo que era. Ni por qué en su mismo ser estaba escrito el trabajo que desempeñaría por los siglos de los siglos. Lo único de lo que estaba convencido era de que en sus primeros días, en los que seguía a sus predecesores, aprendiendo a no emocionarse con las miradas tristes ni los momentos inolvidables, no comprendía la importancia de su labor.

Ya adulto, se dejaba guiar por el viento. En los años de la Gran Guerra había escuchado a lo lejos un estruendo terrible. En el momento en que la brisa lo condujo hasta los que quedaban en pie, ningún ruido acompañó a esas almas heridas. Un mar carmesí en el suelo y las miradas perdidas de los supervivientes como única compañía antes de seguir con su camino.

La desolación era parte del trabajo, pero tenía en su corazón preferencias. La mejor era el momento que precede al enamoramiento, ese instante exacto en que dos seres contienen la respiración y se miran, con la incerteza de lo que está por venir y con una carga de profundidad de esperanza como protagonistas de sus vidas.

Y el viento como guía, siempre. Cuando sopesa los pros y los contras de su trabajo, el Silencio siempre valora por encima de todo la libertad, la movilidad. Siempre hay un pacto tácito, un momento íntimo, siempre pasa un ángel u ocurre una desgracia en algún punto del mundo. Por mucho que le intrigue la conversación, tal vez la lógica humana, dejarse llevar por los impulsos de la atmósfera es una sensación de libertad que da sentido a su existencia, por los siglos de los siglos.

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