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martes, 4 de enero de 2011

En el templo

Nunca había el asalariado visto un templo, una edificación, con tanta elegancia, inconcebible barroquismo que llevaba a cierto insano sentimiento. No puede abarcarlo todo con la vista, se siente como un niño ante su elipsis vital, apreciando cada uno de los detalles que le rodean y sin conseguir interpretarlos todos. El templo de su vida.


Ese lugar al que llega cuando cierra los ojos, el lugar en que se imagina cuando debe imaginarse en algún lugar. Cuado el psicoanalista le pide que cierre los ojos y hable, comienza la historia hablando de urnas crisoelefantinas sobre encimeras de mármol y oro, todo cargado de blanco y dorado.  Las columnas con capiteles corintios, totalmente lisas en su base. Habla también del gravado del techo, un gravado como no existe uno en el mundo, ya quisiera Rafael haber hecho un trabajo tan elaborado con la Capilla Sixtina.


Imágenes de vida y muerte, a un lado la lluvia de fuego que al otro lado combate un mar claro como la mente más pura, a un lado jinetes cabalgando caballos blancos con miradas de hielo, al otro, caballos negros, nobles como su misma existencia. No es bueno lo blanco y malo lo negro, no para el loco que ocupa nuestras palabras. Para él todo es confuso, y de ahí su barroco templo de vida.


Cuando el psicoanalista le pide que se ubique se ubica allí, puede entrar en las imágenes y estar en el bosque nocturno del cuadro en el altar. Puede por el contrario verse metido en la jungla de asfalto de la estampa que regala el mendigo en la entrada. Porque, desde luego, hay mendigos en nuestros mundos internos, son los que no dejamos entrar, aquellos a los que bloqueamos con nuestra crueldad de humanos. Como Dark le cuenta a su psiconanalista, él no puede salir del templo desde hace mucho tiempo, desde que perdió a su prometida tiene seis mil millones de personas esperando a las puertas.

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